Mi pequeña musa, cuyo olor se abraza
a la ropa cuando si te resistes puedo besarte
rota ya, vestida de jaras, tabaco y zarzas
cuando tu abrigo es la última frontera para volar hasta Marte.
Y tu caricia a mi neocortex, tras la que se niegan
a responderme los brazos, los dedos, las velas,
los tobillos, el bombeador de sangre, las piernas
y mis ojos, incapaces de abrirse riegan mis mejillas.
Un armónico sonando contra la cabeza y el reflejo
de mirarte como antaño miraba las hormigas,
y la circunflexión del tronco arrugado y viejo
de al encina que atesora, mis intentos por amarte.
Una nuca, la mía, esperando que vengan
a capturarme esos mamíferos vampíricos de leyendas eslavas
dejándose caer en el asiento que no existe, tú quedándote
a mi lado, mientras escucho voces, susurros, palabras.
Los recuerdos que me gritan tu ausencia
marcándome a fuego que marchaste, tras escupirme,
tras follarme con odio y con tu ambigua presencia,
que nunca llegué del todo a pensar tener que creerme.
Callas, callas como hacen todos, incapaz
de mirar mis pupilas tan verdes como tu semilla
y te vas, y vuelves a pedirme de rodillas
que yo, a quien vomitaste encima tu indiferencia
te conceda otra oportunidad.
Y yo, impasible, duermo por tu culpa
imaginando el desayuno de dudas
que sobre mi paladar habré de soportar
y lloro, y clamo, y rompo el papel sobre el que escribí:
"Respirad mis gritos callados, porque yo, ni puedo ni podré,
tener ni conceder, ninguna otra oportunidad".
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